lunes, 16 de abril de 2012

De vuelta a la soltería.

Volver a la soltería luego de un tiempo relativamente largo sumergida en una relación debe ser una de las situaciones más complejas a las que me he visto enfrentada; porque, claro, luego de pasar (o al menos creer haber pasado) el periodo de luto, duelo, o como quieran llamarlo, comienzan a aflorar las ganas de volver a salir con alguien; de verse enfrentados a la adrenalina que se supone implícita al volver a coquetear con un hombre, sentirse interesante y/o deseada por alguien a quien muchas veces poco y nada conoces. Mi problema fue, de hecho, ese. El haber olvidado casi por completo las técnicas de conquista más básicas, sumado a haber conocido a un hombre que consideré perfecto para mí y mis necesidades casi desde el primer momento en el que me enteré de su existencia. Guapo (según mis parámetros, no muy aceptados a veces, pero guapo al fin y al cabo), interesante, con un sentido del humor similar al mio y con una tremenda compatibilidad de intereses. Eso, sumado a que era un hombre independiente, sin, al menos a simple vista, los típicos rollos del tipo mamón-amante de su madre a niveles estratosféricos (característica que odiamos en este humilde blog, por cierto), lo hizo convertirse en objeto de mi interés en corto tiempo. El problema fue que, pese a mis notorias intenciones, que con claridad superaban la barrera de la amistad, el asunto no se concretó, de ningún modo. Hasta ahí, todo parece tener sentido. La aparente apatía de su parte no presentaba la posibilidad de dobles lecturas. Pero, mientras eso sucedía, al menos visto desde mis cuatro ojos, había, en efecto, otro punto de vista. Ése en el que él mostraba agrado al salir conmigo. Incluso hubo palabras a favor de vernos de nuevo, alabando nuestros encuentros, hablando de futuras salidas (Asquerosamente futuras, muchas veces), qué se yo. Pero a la hora de acordar, del “Hey, salgamos?”, nada. Siempre yo terminaba cediendo a mi enorme orgullo, invitándolo, armando panoramas, los que él solía recibir de buena gana, mas nunca dando el primer paso. Y, sí, sé que muchas veces puedo ser una mina enrollada y poco lógica en temas de pareja, pero no podía dejar de preguntarme “¿Qué mierda le pasa a este loco?” Y, mientras más buscaba la respuesta, más me perdía en la nebulosa que significaba esa extraña relación de amistad/ ganas de agarrarlo y darle un beso/ sentir que el tiempo esperado para al menos recibir una respuesta que demostrara real interés/ ego herido por el rechazo (Inexistente, claro, si me piden que me apegue a los hechos, pero que, por el mismo hecho de carecer de forma y/o realidad, lo hacían nacer, emerger como una verdad absoluta para mí).

Así me mantuve durante varios días. Perdiendo toda lógica. Sintiéndome como una adolescente eterna cuando sentía cosquillas en el estómago por el simple hecho de tenerlo hablándome al oído, o mirándome a los ojos. Pero, los 16 años ya pasaron hace rato e, insisto, pese a tener completamente asumida mi inmadurez al enfrentar situaciones como ésta, no podía seguir aguantando más. Yo, la supuesta mujer lógica, independiente y directa, absolutamente cagada por un tipo que ni siquiera parecía tener muy claro lo que él quería en su vida (Aunque, claro, el señalaba lo contrario. Pero no me consta). Así, un día decidí enfrentar las cosas. No alargar innecesariamente el hueveo. O era o no. Si me acerco, y no actúa, chao. Y fui, decidida a matar o morir. Claro que, la que murió fui yo. Como la historia de nunca acabar en la que se fue convirtiendo esto poco a poco, nadie hizo nada. De hecho, lo único que pasó fue que me enganché más de su sonrisa y de sus mensajes dulces.

Pero, bueno, paremos el hueveo, les acorto la historia. Un buen día, envalentonada por unos copetes de fin de semana, le dije (por mensaje de texto, obvio, nunca tan campeona) que me gustaba. Me respondio, inmediatamente que yo a él también, pero que quería decirmelo en vivo, y acordamos una cita para el día siguiente. Las flores comenzaron a caer del cielo; la gente comenzó a bailar en una coreografía conmigo, cual Tom en 500 days of Summer. Todo estaba saliendo tal como yo lo quería.

Hasta que, luego de una larga noche, llegó el gran día. Y con él, un nuevo mensaje de texto: “Estoy muy enfermo, pero de todos modos quiero salir contigo, te aviso si mejoro”. Miedo. Nervios. Pasó el tiempo y, nunca avisó. Fin de la historia. Y, las conclusiones son: Los hombres (O varios de ellos) carecen de empatía; él debe estar tomando tecito con limón en su casa y; yo seré una enrollada, pero al menos me salvé de la gripe que más deseé tener en toda mi vida.